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CAPÍTULO XI.

DISOLUCIÓN POR DECRETO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

Al Gobierno no parecía afectarle muy profundamente el desorden social, ni los graves problemas planteados por los fallos de la economía, socavada por los ácidos revolucionarios, ni la reforma agraria, en algún tiempo razón esencial del régimen. ¿Cuál era entonces, a juicio de los republicanos, el capital problema español?, se pregunta el teórico marxista Ramos Oliveira. Y responde: «Sin duda el clerical, por cuanto en la segunda República no hay pleito más enconado ni que más enerve y ab­sorba al Parlamento y a los filósofos republicanos». Los gobernantes, poseídos de obsesión antirreligiosa, sentían apremiante urgencia por cumplir los compromisos contraídos en esta materia, tanto con las sectas como con los partidos a que pertenecían.

El día 1.° de enero de 1932 se hacía pública una pastoral colectiva del Episcopado español, con normas sobre la actuación de los católicos. Llevaba fecha de 20 de diciembre de 1931. El Episcopado apercibía a los católicos ante los males y persecuciones que se avecinaban. El documento comenzaba justificando «la actitud contenida y paciente con que han obrado la Sede Apostólica y el Episcopado durante la primera etapa constituyente de la República española». «Deferentes con el régimen y sus representantes, les han guardado las consideraciones y respetos a que es acreedor todo Gobierno constituido.» «En todo momento, por difícil y apasionado que fuese, la Iglesia ha dado pruebas evidentes y abnegadas de moderación, de paciencia y de generosidad, evitando con exquisita prudencia cuanto pudiera parecer un acto de hostilidad a la República.» «Promulgada la Constitución española y organizados jurídicamente los Poderes del Estado, ha llegado el momento de que el Episcopado dé forma solemne a su actitud ante los hechos y aleccione a los fieles para señalarles su conducta futura.» «Los principios y preceptos constitucionales en materia confesional..., inspirados por un criterio sectario, representan una verdadera oposición agresiva.» «Hubiérase creído oportuna la modificación del statu quo tradicional para atemperarlos al cambio político del país, y a la Iglesia... no le hubiera faltado la debida condescendencia, aun no concediendo derecho alguno, sino a lo verdadero y honesto, para no oponerse a que la autoridad pública tolerase algunas cosas ajenas a la verdad y justicia, con el fin de evitar un mayor mal o de obtener o conservar un mayor bien. Mas, en lugar de diálogo fecundo y comprensivo, se ha prescindido de la Iglesia, resolviendo unilateralmente las cuestiones que a la misma afectan.»

El documento enumeraba a continuación los ataques inferidos a la Iglesia: su exclusión de la vida pública y activa de la nación, de las leyes, de la juventud, de la sociedad doméstica; recelos y hostilidades para el derecho de profesar y practicar la religión católica; precauciones limitativas a las congregaciones religiosas; inspección del Estado para la enseñanza cristiana; limitaciones para las procesiones católicas; ley especial para la profesión religiosa; prohibición de que la Iglesia y sus instituciones fuesen auxiliadas y favorecidas; obstáculos y suspicacias para el ejercicio del culto y la asistencia espiritual; negación a la Iglesia del derecho de adquirir nueva propiedad funeraria y la jurisdicción sobre los cementerios; restricciones abusivas para los bienes de la misma, amenazas de incautación o incautación efectiva de los bienes de las Órdenes cuya disolución se decretara.

»Parece, en suma, que la igualdad de los españoles ante la ley y la indiferencia de la confesión religiosa para la personalidad civil y política sólo existan, en orden a la Iglesia y sus instituciones, a fin de hacer más patente que se les crea el privilegio constitucional de la excepción y del agravio.» «La supresión del presupuesto eclesiástico decretase casi tajante, prescindiendo de su carácter de compensación desamortizadora.»

En el apartado II de la Pastoral se ocupaba de los derroteros de la legislación española en lo concerniente a la enseñanza, al matrimonio y a las órdenes religiosas. «Frente al monopolio docente del Estado y a la descristianización de la juventud, no podemos menos de ser firmes en sostener a una los derechos de la familia, de la Iglesia y del poder civil que exigen la razón, el sentido jurídico y el bien común.» En el apartado III, el Episcopado reprobaba la Constitución promulgada «por sus excesos e injusticias en materia religiosa», y declaraba «que no podía prestar su conformidad a la nueva situación creada a la Iglesia», por lesiva de los derechos de Dios y de las almas, «atentatoria a los principios fundamentales del derecho público y contradictoria con las propias normas y garantías establecidas en la misma Constitución». Proclamaban además su derecho a una reparación legislativa, como obispos y como ciudadanos. En el apartado IV se orientaba la futura actuación de los católicos: devoción y obediencia al Papa; concurso leal a la vida civil y pública. «Un buen católico, en razón de la misma religión por él profesada, ha de ser el mejor de los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso dentro de la esfera de su jurisdicción, a la autoridad civil, legítimamente establecida, cualquiera que sea la forma de Gobierno.» Una distinción, empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima distinción que debe establecerse entre «poder constituido» y «legislación»... Recomendaban los prelados una vida religiosa intensa, personal y colectiva, colaboración en las reivindicaciones escolares, trabajar por la modificación de las leyes laicas, reconocimiento de validez exclusiva para el matrimonio canónico, exclusión de la falsa prudencia y de la presuntuosa temeridad en la Obra general de reconquista religiosa; evitar en todo momento de no identificar ni confundir a la Iglesia con ningún partido político; apoyo eficaz a la buena prensa, y un espíritu de concordia y de dependencia de la jerarquía. En el apartado V se hacía una apelación a la armonía futura de la Iglesia y el Estado. «En España, donde a pesar de la situación a que se ha llegado no se puede desconocer la existencia de buenas voluntades, aun entre los mismos hombres de gobierno, todavía se está en sazón de no desatender consejos y experiencias, que los peligros que amenazan al mismo consorcio social, acumulados por sus peores enemigos, hacen más precisos y apremiantes.» La pastoral terminaba con una invitación a la paz cristiana.

Pero la batalla contra la Iglesia se desarrollaba conforme al programa trazado. El director general de Primera enseñanza, Rodolfo Llopis, socialista y alto grado en la Masonería, dirigía (12 de enero) una circular a los inspectores de Primera Enseñanza y presidentes de los Consejos locales, provinciales y universitarios de protección escolar, para que en todas las escuelas nacionales se explicara la Constitución, «como tema central de la actividad escolar». «España va a renovar profundamente su vida. Es momento de gran alegría para todos.» Con tal motivo se invitaba a los maestros «a vitalizar la escuela, haciendo que la escuela sea el eje de la vida social del lugar». Pero la circular cargaba el acento en el laicismo. «La escuela, decía, ha de ser laica». La escuela, sobre todo, ha de respetar la conciencia del niño. Toda propaganda política, social, filosófica y religiosa queda terminantemente prohibida en la escuela. La escuela no puede coaccionar las conciencias. Al contrario, ha de respetarlas. Ha de liberarlas. La escuela, por imperativo del artículo 48 de la Constitución, ha de ser laica. Por tanto, no ostentará signo alguno que implique confesionalidad, quedando igualmente suprimidas del horario y del pro­grama escolares la enseñanza y las prácticas confesionales. La escuela, en lo sucesivo, se inhibirá en los problemas religiosos.»

Las Cortes comenzaron a discutir (13 de enero) el proyecto de ley de secularización de cementerios, y el 19 quedó aprobado. En largos debates se examinaron pormenores y detalles sobre forma de los entierros, con el propósito de suprimir en ellos todo carácter religioso; sobre si la cruz debía presidir o no el cortejo fúnebre y si se debía de permitir los rezos junto a la tumba. Los radicales, por la voz de Guerra del Río, se manifestaban especialmente intransigentes, y pedían que todos los católicos consignaran por declaración expresa el carácter de su entierro. Al margen de la Cámara, el conde de Romanones, puso este epitafio al debate sobre la secularización: «He tenido el humor de dirigirme al Ayuntamiento de Madrid en solicitud de unas cifras: desde el 1.° de julio al 31 de diciembre de 1931, es decir cuando el régimen en pleno triunfo podía garantizar las mayores libertades de conciencia, han recibido cristiana sepultura en los cementerios de Madrid 7.839 cadáveres. En el cementerio civil fueron sepultados 134. Con esto basta. ¿Para qué vamos a entretenernos con discursos, desplantes, gestos y demás garambainas?»...

La ley disponía en su artículo primero: «Los cementerios municipales serán comunes a todos los ciudadanos, sin diferencias fundadas en motivos confesionales. Sólo podrán practicarse los ritos funerarios de los distintos cultos en cada sepultura. Las autoridades harán desaparecer las tapias que separan los cementerios civiles de los confesionales cuando sean contiguos».

En Consejo de ministros (19 de enero) se acordó la suspensión inde­finida de El Debate, medida justificada, según Albornoz, ministro de Justicia, «por la constante campaña de insidias e injurias que desarrollaba el periódico». Azaña matizó más al decir: «Es un periódico que hace mucho daño a la República por su intención, por su organización y por el catequismo que le rodea.» Suprimido El Debate desaparecía el principal portavoz del catolicismo militante y por tanto, un temible baluarte de la oposición.

Esta medida se adoptó en vísperas del decreto de la disolución de la Compañía de Jesús, que ya tenía sobre la mesa para su firma el presidente de la República, desde el día siguiente del regreso de su primera salida oficial hecha a Alicante y Elda (16 de enero). Aquí puso la primera piedra de un monumento a Castelar, y profetizó que la «soberanía de la Constitución, que yo defiendo, vivirá mucho tiempo, y la vuestra y la del pueblo, será eterna». El día 24 de enero publicaba la Gaceta el decreto disolviendo la Compañía de Jesús. Pocos días antes (13 de enero), los padres provinciales de la Compañía habían elevado al Gobierno un extenso dictamen redactado por cinco eminentes letrados del Colegio de Abogados de Madrid, F. Clemente de Diego, Francisco Bergantín, Cirilo Tornos y Laffite, E. Cobián y Manuel González Hontoria, suscrito, además, por otros ilustres abogados de toda España, situando la parte real del asunto en sus últimas consecuencias y fuera de la esfera propiamente ministerial, alegando razones de derecho, demostrativas de que el decreto era antijurídico. Terminaba así: «El Gobierno no puede justamente, apoyándose en el párrafo 4.° del artículo 26 de la Constitución considerar, disueltas a las provincias españolas de la Compañía de Jesús. Las Casas o Comunidades que las componen tienen el mismo derecho que las demás órdenes y congregaciones religiosas para seguir existiendo legalmente en la nación.»

En demanda de justicia, los Provinciales de la Compañía de Jesús se habían dirigido por escrito a las Cortes (21 de octubre). Recordaban en él que la Compañía de Jesús «siguiendo el camino trazado por la Santa Sede y el ejemplo de los prelados españoles, prestó su acatamiento al nuevo ré­gimen, dispuesta a continuar la labor religiosa, cultural y benéfica propia de su Instituto, por el bien, la paz y la prosperidad de la nación española». «Somos, decían, españoles, amantes como el que más de nuestra patria...; somos miembros de familias honradas, y somos jesuitas, y como tales pertenecemos a una Corporación que, si bien está extendida por todo el mundo, tiene más íntima y singular conexión con España; español fue su fundador, españoles los más insignes de sus primeros compañeros, y española, en gran parte, su historia. Tiene, por tanto, la Compañía de Jesús todos los derechos de asociación genuinamente española.» «Las casas que poseemos y las obras en que trabajamos, se deben en parte al ahorro, fruto de nuestra parsimonia en los gastos personales, y a herencias y donativos de nuestros parientes, y en parte, a la generosidad de personas o sociedades que han consagrado algunos de sus bienes a la fundación de instituciones culturales o benéficas, y las han confiado a nuestra dirección.» «En la campaña actual contra la Compañía de Jesús se reproducen vagas acusaciones, tantas veces repetidas, tantas veces refutadas. En su mano tiene el Gobierno un medio fácil de llegar al conocimiento verdadero de los hechos, para proceder en consecuencia, conforme a lo que exija la justicia. Nuestra actuación es pública y patente. Sólo pedimos que formulen hechos concretos y los prueben ante los Tribunales. Porque no reconocer la personalidad de la Compañía, limitar su derecho de poseer y disponer, cercenar la actividad que a las demás asociaciones y a los individuos se reconocen; más aún, disolverla, apoderarse de sus bienes, desterrarla, son penas que sólo se legitiman con un cargo concreto y gravísimo, corporativo, probado y juzgado.» «Todos los miembros de la Compañía de Jesús hemos dado a ella nuestro nombre, no sólo con lealtad, sino con cariño y entusiasmo, vinculando a su suerte nuestros más caros intereses, y aun nuestra propia vida, porque la hemos juzgado buena y sana en sí misma, y al mismo tiempo, útil y beneficiosa a la sociedad y a la patria.» «Oponemos a las acusaciones de nuestros enemigos el hecho público de la actividad religiosa, cultural y benéfico-social, que al lado del clero secular y de las demás órdenes y congregaciones religiosas, ejercitamos en bien de la sociedad española, «Deseamos solamente que se nos diga y se nos haga justicia como a toda corporación y a todo ciudadano».

Al día siguiente de la publicación del decreto, el Papa Pio XI, en un discurso para proclamar las virtudes del venerable siervo Vicente Palloti, hizo saber la tristeza que le producía la noticia de la disolución de la Compañía de Jesús en España. «Pero en medio de esta tristeza hay algo supremamente bello para el Sumo Pontífice y para sus hijos de la Compañía de Jesús y es aquello mismo que hacía gozar a los Apóstoles cuando iban alegres porque eran tenidos por dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús.» No ignoraba el Papa, que la fidelidad de los jesuitas a la Santa Sede había influido mucho en la inspiración del decreto. Por eso, los consideraba como «mártires del Vicario de Cristo» y se complacía en proclamar «su paternal reconocimiento, poniendo a los religiosos de la Compañía de Jesús a la faz del mundo, en el «Orden del día» de toda la Iglesia, de todo el reino de Cristo».

Una nota de enérgica protesta, «según lo exige la excepcional gravedad de la medida», fue entregada por el Nuncio de Su Santidad al Gobierno español (27 de enero). «La Compañía de Jesús no puede considerarse incluida en el número de aquellas hipotéticas Ordenes religiosas que el artículo 26 de la Constitución ordena disolver, porque estatutariamente, además de los votos canónicos, admitan otro especial de obediencia a autoridad distinta de aquella legítima del Estado». «El cuarto voto de la Compañía de Jesús no es sino una ratificación más explícita y una confirmación más solemne de la obediencia que en el orden espiritual todo religioso, e incluso todo católico, debe al Papa.» «Además, como se dice expresamente en la bula de Paulo III, citada en el preámbulo del Decreto de disolución, el veto citado alude a lo que se refiera al bien de las almas y de la propagación de la fe en cualquier misión adonde (el Papa) quiera mandarlo.; actividad que, en vez de ser contraria al interés del Estado, «lo favorece grandemente, tanto dentro como fuera del territorio nacional, y de ello atestigua la gloriosa historia de la España católica.»

«Cuando la Constitución habla, pues, en el mencionado artículo de voto «especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado», es evidente que con esa cláusula, o bien se consideran ilegales y anticonstitucionales las profesiones de fe católica y los votos canónicos ordinarios que implican la obediencia al Romano Pontífice, o bien que por «autoridad distinta de la legítima del Estado» no debe entenderse la autoridad espiritual del Romano Pontífice, al que se refiere el cuarto voto, sino a otra autoridad que, por encontrarse dentro de la misma esfera del orden temporal, pueda estar en contradicción con la autoridad legítima del Estado.»

«Tal Decreto es contrario al derecho que por institución divina le co­rresponde a la Iglesia Católica como a Sociedad perfecta e independiente en su campo de instituir y conservar por sí misma asociaciones y congregaciones religiosas, derecho que, además de ser original y propio de la Iglesia, está confirmado por la Historia y se le reconoce en todas las legislaciones del mundo y en las normas de Derecho internacional, cuyas disposiciones y cuyo espíritu ha aceptado y recogido la Constitución de la República. Por eso no puede el Estado, sin invadir el campo ajeno, legislar contra este derecho. Y en aquellos aspectos de la cuestión que interfieren con los derechos civiles del Estado, la armonía de los derechos que los dos poderes conozcan, negocien y decidan de mutuo acuerdo. Y por esto mismo el Nuncio había pedido y rogado muchas veces al Gobierno que, «dada la naturaleza de las cosas y las relaciones diplomáticas existentes, quisiera entenderse con la Santa Sede, la cual, salvados los sacros derechos de la Iglesia y de la justicia, hubiera usado toda la condescendencia posible».

«Por el contrario, la acción del Gobierno, unilateral y tan poco considerada hacia la Santa Sede, resulta a ésta tanto más dolorosa y ofensiva cuanto que el 13 de abril, cuando se iniciaba la República, la voz autorizada de un alto miembro del nuevo Gobierno había ofrecido a la Santa Sede, como base de toda mutua relación y como fundamento de toda acción, la seguridad de que la República respetaría las personas y las cosas de la Iglesia; todo aquello que respecto a la presente cuestión viene enumerada bajo el título «De personis et de Rebus» en el Código de Derecho Canónico, y en los Tratados jurídicos relativos a ellos.»

«A su vez, la Santa Sede hizo sus promesas y, como es sabido, mantiene fielmente sus compromisos; pero ¡con qué sentimiento debe recibir ahora en uno de sus brazos, quizá en aquel más fuerte, un golpe que contrasta tan grandemente con las seguridades alentadoras de entonces!

»En relación con la Constitución misma de la República, al mismo tiempo que el Decreto se propone cumplir la Constitución, la contradicen y quebrantan varias disposiciones, que son al mismo tiempo principios de Derecho natural, y las normas ciertamente más importantes para la salvaguardia de los derechos individuales. Como prueba de tal afirmación, que debería tener mucha fuerza sobre el ánimo de quien se profesa tan empeñado en hacer que se cumpla la Constitución, se aducen los artículos 27, 33 y 39, que garantizan la libertad de conciencia, la libertad de escoger una profesión, la libertad de asociación; el artículo 28, que niega efectos retroactivos a las leyes penales, y el artículo 44, que excluye en todo caso la pena de la confiscación de bienes. Ahora bien; el decreto de disolución de la Compañía de Jesús contradice y viola estas normas precisas y taxativas contenidas en la Constitución. Porque:

»a) Se viola la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión (art. 27), y la libertad de «escoger una profesión» (art. 33), puesto que se niega a los jesuitas la libre misión de un voto, coartando así la libertad de ciudadanos españoles en lo que tiene de más sagrado, es decir, la conciencia y se les impide el ejercicio de la vida y profesión religiosa.

»b) Se viola la libertad reconocida y garantizada a todos los españoles de «asociarse o sindicarse libremente para los distintos fines de la vida humanas (art. 39), negándose a los jesuitas, no sólo el derecho de asociarse, sino incluso aquel derecho elemental y modesto que la sociedad civil, aunque no fuese más que por hacer honor a su nombre de sociedad, no puede negar, de convivir varias personas honradas bajo el mismo techo.

»c) Se contradice abiertamente el artículo 28 de la Constitución con el cual se determina que «sólo se castigarán los hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración». Y ciertamente, la disolución de la Compañía de Jesús y la confiscación de sus bienes son una pena gravísima; pero ¿dónde están los hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración?» A este propósito el Nuncio recuerda sus peticiones insistentes y repetidas de que le fueran señalados los presuntos delitos o hechos concretos o por lo menos, la reclamación, observaciones o deseos, sobre los que pudiese basarse la disolución proyectada según el principio jurídico «nemo praesumitur reus nisi probetur», peticiones que nunca fueron contestadas específicamente, puesto que las respuestas dadas, aparte de los elogios para los padres de la Compañía, no eran, después de todo, sino expresiones vagas que revelaban, no culpas concretas y determinadas, sino sólo el estado de ánimo de cierto sector de la opinión pública. Esto demuestra que con el Decreto, además de las normas constitucionales, se ofende también la justicia natural, que exige que nadie sea condenado sin prueba y sin ser oído.

»d) Finalmente, se contradice el párrafo sexto del artículo 44 de la Constitución, que dice: «En ningún caso se «impondrá la pena de la confiscación de bienes»; por el contrario, la incautación de los bienes de la Compañía de Jesús por parte del Estado, sea cualquiera la explicación que se le quiera dar, no es otra cosa que una confiscación propia y verdadera, prohibida, como se ve en el artículo anterior, de modo absoluto y en cualquier caso. La confiscación está también en antítesis clara con el mismo artículo 6.° que se intenta aplicar en el Decreto, porque allí se habla de nacionalización y destino a fines de beneficencia y, en cambio, en el Decreto (aun prescindiendo de otras consideraciones), se extiende y se realiza de tal modo que no es ni siquiera una expropiación forzosa, puesto que no existe la indemnización adecuada, prevista y prescrita para tales casos por el párrafo segundo del artículo 44 citado.

»El Decreto, al establecer la disolución y la confiscación contra la Compañía de Jesús, viene a decir abiertamente y sin ambages que el motivo de todo ello no es sino éste: porque la Compañía de Jesús «se distingue de todas las demás órdenes religiosas por la obediencia especial a la Santa Sede» y porque las Constituciones de la Compañía de Jesús la consagran «de modo eminente al servicio de la Sede Apostólica». ¿Es, por consiguiente, un delito la obediencia a la Santa Sede? Esto resulta tanto más inexplicable cuanto que el Gobierno de la República quiere y parece que quiere mantener las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, y todavía está bien reciente la declaración pública que hizo el presidente de la República en una circunstancia memorable —la de su toma de posesión — de su respeto profundo hacia el augusto Soberano de la Iglesia. No, el peligro no está en la Santa Sede ni en la adhesión fiel a ella; sería ocioso y pueril esforzarse en demostrarlo. Las cosas tristes sucedidas en los días pasados, cuando otro peligro verdadero, según las palabras del mismo Gobierno, ha amenazado al país, han demostrado una vez más dónde estaba la amenazan».

De esta nota dio cuenta al Consejo de ministros el de Justicia, Albornoz. «Se compone —dijo—, de ligeras observaciones al decreto de disolución, y propone atenuaciones a algunos preceptos. En conjunto, nada trascendental».

El Padre General de la Compañía de Jesús, en carta dirigida a los padres y hermanos de las provincias de España, les exhortaba «a poner toda la intención y fuerza, como conviene a genuinos hijos de San Ignacio, en seguir en las nuevas circunstancias de nuestra vida lo más cerca posible de Jesucristo, a vivir lo más estrechamente unidos con Él, en dar con toda nuestra fuerza gloria a Dios en las alturas y en procurar en la tierra la paz a los hombres de buena voluntad. ¡El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó; bendito sea su nombre!»

Los efectos de la disolución de la Compañía se dejarían sentir bien pronto en el campo de la enseñanza, en el benéfico y espiritual y en las zonas superiores de la cultura. En total, residían en España 2.987 jesuitas de los 3.630 españoles que contaba la Orden, para atender 40 residencias, ocho universidades y centros de alta cultura, 21 colegios de segunda enseñanza, tres colegios máximos, seis noviciados, dos observatorios astronómicos y cinco casas de ejercicios. Sostenían además 163 escuelas para la enseñanza elemental y profesional. En los colegios de segunda enseñanza se educaban 6.798 escolares. Inspiraban y dirigían 1.184 misiones populares y 481 asociaciones piadosas. En la Leprosería de Fontilles acogían a 635 leprosos. De las residencias españolas salían los profesores para los trece grandes colegios de Hispanoamérica, para la Universidad de Bombay y colegios de estudios superiores de la India; para los observatorios astronómicos de la Habana y Manila y para las Misiones de Extremo Oriente. Toda esta inmensa obra quedaba interrumpida.

El sentimiento de los católicos españoles por tan injusta medida se manifestó en escritos de protesta elevados al Gobierno, en cartas pastorales de los prelados, en espontáneas manifestaciones de adhesión a los desahuciados y en una concentración de veinte mil guipuzcoanos en la explanada ante el Santuario de Loyola, para tributar una emocionante despedida a los hijos de San Ignacio.

Interpelaron al Gobierno (29 de enero) el tradicionalista Lamamié de Clairac, y en las sesiones del 2 y 4 de febrero, los diputados Martínez de Velasco, Beúnza, Abadal, regionalista, y Pildáin, interrumpidos cons­tantemente y en medio de grandes alborotos que se trocaron en escándalos intervino el ministro de Justicia, Albornoz, con un discurso mitinesco, impropio del momento y de la gravedad del tema. Sostenía que la tradición católica era hostil a la Compañía de Jesús, y dado esto como bueno, el Decreto quedaba limpio de todo carácter antirreligioso. «El voto de obediencia que hacen los jesuitas al Papa es personal y tiene toda la trascendencia que le hemos dado.» «Los bienes de la Compañía serán nacionalizados y sin indemnización. El artículo del Decreto tiene un fundamento jurídico que es la conocida doctrina del dominio eminente del Estado.» «No hemos expropiado, porque no había nada que expropiar. ¿A quién indemnizar? ¿A los padres? No, porque los padres no pueden tener propiedad particular. El Decreto de disolución jurídicamente es inatacable y el recurso contencioso administrativo un absurdo.»

La oratoria de Albornoz discurría por cauces como éstos: «Cuando en un país tan pétreo como el nuestro, espiritual y religiosamente, surge una figura de la espiritualidad y de la religiosidad de Unamuno, por grandes que sean las diferencias ideológicas que de él puedan separarme, siento esa reverencia elevada casi a los términos de la veneración. Unamuno interrumpe: «Yo no soy católico» (Varios diputados aplauden.) Su Señoría no me descompone el argumento, porque no he dicho que Su Señoría fuera católico; he hablado de la espiritualidad y de la religiosidad, no del catolicismo de Su Señoría. Digo que siento tal respeto a la cultura, que, cuando, por ejemplo, leo a un cardenal Mercier quejarse de la falta de preparación de los católicos de nuestros días para las luchas civiles y sociales; cuando veo que lo mismo dice monseñor Baudrillac, rector del Instituto Católico de París; cuando leo cosas por el estilo en periódicos y revistas como Les annales de la philosophie chrétienne, me produce pena y dolor íntimos, porque quisiera que en lo alto de la Iglesia, como de todas las instituciones, floreciese la más elevada y noble cultura posible. De modo que atentado a la cultura, ninguno; no ha habido un solo sabio español, ni en las letras, ni en las ciencias, ni maestro en las artes, que se hayan levantado en nuestro país a decir que este decreto que discutimos implicaba un atentado contra la cultura representada por la Compañía de Jesús». Encarándose con los diputados que le increpaban, el ministro de Justicia exclamó: «El Cristo exangüe y doloroso de la redención universal queréis hacerlo guarda jurado, llevando la Cruz al hombro como una carabina»... Un cronista parlamentario acotaba: «Nuevo e inenarrable escándalo. Los diputados se ponen en pie y durante unos momentos se insultan de banco a banco, alzando los puños y promoviendo un ruido ensordecedor. Se lanzan toda clase de denuestos, y la situación, según transcurre d tiempo, se agrava, en vez de aplacarse. Unos diputados radicales intentan agredir a otros diputados vasco-navarros». La discusión cesó, por aplicación de la «guillotina», según la terminología parlamentaria, con una proposición incidental, en virtud de la cual las Cortes Constituyentes aprobaban la disolución de la Compañía de Jesús por considerar que de este modo se interpretaba fielmente el espíritu del artículo 26 de la Constitución.

* * *

Los jesuitas, al día siguiente de la publicación del decreto, comenzaron a salir de España en dirección a otros países que les abrían, magnánimos, sus puertas, para dedicarse en ellos al apostolado y a la enseñanza, cosa vedada en su patria. La incautación de edificios y la neutralización de sus colegios se efectuaron con toda rapidez. Se constituyó bajo la presidencia del jurisconsulto Demófilo de Buen un Patronato liquidador de los bienes de la Compañía, valorados en doscientos millones de pesetas. «En definitiva —opina Alcalá Zamora —, resultó pequeña relativamente, cual era de prever, la nacionalización de los bienes de la Compañía de Jesús. No obstante la indudable y gran riqueza de ésta, el acontecimiento sólo podía ser minúsculo remedo de la desamortización, sin trascendencia comparable, ni siquiera perceptible, en el desarrollo de riqueza pública, ni en las facilidades económicas del Estado. Como negocio, muy poco; como expedienteo, muy complicado; como lección moral, nada educativa y sí muy desoladora, por la mezcla en que fue respondiendo a la confiscación el crédito fraudulento o el contrato simulado.»

Los jesuitas salían expulsados de España. ¿Volverán?, preguntaba desde el titular de un artículo el conde de Romanones, y se contestaba de esta manera: «Entregado al afán de reunir antecedentes para escribir sobre la vida de Espartero, al estudiar lo acaecido hace cien años, cae en mis manos el discurso pronunciado por la Reina Gobernadora en la solemne apertura de las Cortes Generales del Reino del 21 de marzo de 1836, y dirigido a los ilustres próceres y señores procuradores del Reino. En este documento, entre otras muchas frases semejantes a las que han sido siempre materia de los mensajes de la Corona, al final de un periodo, resumen de toda la obra del Gobierno, se deslizaron estas frases: «No hay duda en que los institutos religiosos han hecho en otros tiempos grandes servicios a la Iglesia y al Estado; pero, no hallándose ya en armonía con los principios de la civilización, ni con las necesidades del siglo, la voz de la opinión pedía que fueran suprimidos y no era justo ni conveniente resistirla.» Con tan lacónicas palabras se daba cuenta al Parlamento y al país de haberse suprimido las Comunidades religiosas todas; claro es, sin excep­tuar a la Compañía de Jesús. Fue esta ley obra principal del Ministerio presidido por el gran Álvarez Mendizábal, y del que formaban parte personalidades como García Becerra, el general Rodil y Martín de los Heros. Tan importante medida de gobierno apenas fue discutida ante las Cortes, y no produjo conmoción alguna en la opinión pública, hecha con menos aparato que la expulsión de los jesuitas de 1767. Puede afirmarse que pasó casi inadvertida. No quedó ni un solo convento abierto; todos los frailes fueron exclaustrados y la vida en España siguió su marcha normal...; mas no pasaron muchos años sin que el clero regular volviera a su antiguo auge y volvió en mayor número y con una influencia que jamás había tenido. ¿Acontecerá ahora lo mismo?, terminaba preguntándose el conde de Romanones.

Dos días después de publicarse el decreto de disolución de los jesuitas, era encerrado en la cárcel de Larrinaga (Bilbao) el abogado José María Urquijo, personalidad relevante de Vizcaya, muy considerado en los centros eclesiásticos nacionales y en el ámbito del Vaticano. Era inspirador del diario La Gaceta del Norte de Bilbao. Procesado como autor de un artículo publicado en dicho periódico el 18 de agosto de 1931, por «provocación directa a la rebelión, para sustraer al país vasco de la obediencia al Gobierno de la República», se le mantuvo encarcelado a pesar de su edad y de su precaria salud, hasta el 22 de marzo, en que se veía la causa ante jurado. Este día, Urquijo recibió la noticia de la muerte de un hijo, novicio capuchino, en un convento de Sangüesa (Navarra). A nadie dio a conocer su dolor. Acudió a la Audiencia, donde se defendió a sí mismo, y después de su informe hizo saber a los jurados que tenía a su hijo de cuerpo presente.

Indalecio Prieto proyectó, a cuenta de la disolución de la Compañía de Jesús, un plan ambicioso, y acompañado de Felipe Sánchez Román y del subsecretario de Instrucción pública, Barnés, se presentó en Bilbao (7 de febrero). Después de una visita a la Universidad de Deusto, y de celebrar cabildeos con las autoridades, asistió a una asamblea de elementos representativos de la ciudad. A juicio del ministro de Obras Públicas, era posible conseguir el establecimiento de la Universidad, que Bilbao anhelaba hacía tanto tiempo. Y dio a entender que ésta debía instalarse en el edificio de Deusto, expropiado a los jesuitas. El diputado José Antonio Aguirre objetó que el problema de la enseñanza universitaria lo resolverían los vascos, cuando se les otorgara el Estatuto. Para el diputado tradicionalista Marcelino Oreja, una Universidad en un edificio incautado equivalía a pagarla a precio de descrédito y desprestigio, y en ese caso no tendría la aprobación de los bilbaínos. En este parecer le acompañaron otras personalidades, y tanto se agrió la discusión, que el subsecretario de Instrucción pública creyó lo mejor suspender la asamblea en vista «de las faltas de respeto al Gobierno y a las decisiones de las Cortes Constituyentes».

Fiel el Gobierno a su propósito secularizador, presentó a las Cortes (3 de febrero) el proyecto de ley de Divorcio, cuyo primer artículo decía así: «El divorcio decretado por sentencia firme de los Tribunales civiles disuelve el matrimonio, cualquiera que hubiera sido la forma de su ce­lebración.» La discusión del articulado fue prolija, y se desarrolló en medio de la desanimación de la Cámara. Los diputados defensores del di­vorcio, querían radicalizar la ley con el fin de facilitar y fomentar la disolución del matrimonio. «No parece —escribía A B C— sino que al legislador le importa más la discordia definitiva que la reconstrucción del hogar. En esta ley que va a regir todo el esmero se consagra al aumento de elasticidades para aplicarla positivamente; de tal manera, que venga a ser, no la ley para la acción simplemente permitida por el Estado, sino la ley que invite a una acción recomendable, a la que se ofrece camino posible por cincuenta lados y coyunturas.» La ley quedó aprobada en la sesión del 24 de febrero. «La inclusión del divorcio entre las normas e instituciones constitucionales es indefendible —escribe Alcalá Zamora— desde el punto de vista neutro, del método racional y contenido propio de una Constitución política. En la arquitectura regular de ésta, es un postizo, un saliente de la línea de fachada, sin razón de ser, ni utilidad alguna. Eso tiene su lugar en los Códigos civiles, pero no en el Código político fundamental.»

Siempre con el mismo afán persecutorio, el ministro de Estado suprimió (8 de marzo) en el presupuesto de su departamento la partida destinada al Nuncio, como presidente del Tribunal de la Rota. «¿Va el Gobierno a una ruptura con el Vaticano?» preguntaba Santiago Alba, al protestar contra dicha supresión. El Gobierno de la República, contestó el presidente del Consejo, «no quiere romper con nadie, y con Roma tampoco; nosotros sabemos que en España hay muchos católicos, pero aunque no hubiera ninguno, bastaría la existencia del poder pontificio, reconocido en el mundo como una potencia de carácter espiritual, para que el Gobierno de la República tuviese a satisfacción y a honor mantener siempre relaciones amistosas y cordiales con Roma, que siguen siendo tan afectuosas, tan cordiales y normales como han debido ser siempre». «Jurídica y legalmente —añadía Azaña—, el Tribunal de la Rota ha desaparecido como consecuencia del voto de la Constitución. La consignación que el Nuncio tiene en el presupuesto no es como enviado diplomático de Roma, es como presidente del Tribunal de la Rota, cargo anejo a su condición de representante del Papa en España; pero que es perfectamente separable de este otro. Por consiguiente, la consignación para el presidente del Tribunal de la Rota no tiene razón alguna de ser en el presupuesto... Por temor a un rompimiento o a dificultades diplomáticas, no podemos ni un momento abandonar la defensa de lo sustancial del Estado español.»

Una orden del ministro de la Guerra a los generales de las divisiones orgánicas (9 de marzo) prohibía la práctica en los cuarteles de acto alguno del culto. El personal afecto a los cuarteles «podía practicar libremente cualquier religión sin perjuicio del servicio».

Por acuerdo del Consejo de Ministros (11 de marzo), y a propuesta del ministro de Instrucción pública, quedaba suprimida la asignatura de Religión de todos los centros docentes dependientes del Ministerio y cesantes todos los catedráticos de dicha asignatura.

Las podas del ministro de Justicia en el presupuesto eclesiástico lo rebajaron de 66.980.000 pesetas en 1931 a 22.093.070 para los nueve meses de 1932. Quedaban reducidas a la mitad las dotaciones del clero catedral y colegial, y en un 30 ó 20 por 100 los sueldos de los párrocos. Aleccionados por las autoridades de Madrid, muchos gobernadores e innumerables alcaldes de ciudades y aun de pueblos entendían como obligación inherente de su cargo la persecución de toda exteriorización de carácter religioso. Las procesiones y romerías quedaron prohibidas. Abolidos los signos piadosos. Cayeron a pedazos o fueron borrados cientos de rótulos de calles y plazas con nombres de santos o de personajes «reaccionarios», sustituidos en muchos casos por los de agitadores y guías de la subversión. El Ayuntamiento de Zaragoza retiró de su salón de sesiones una imagen de la Virgen del Pilar; en Valencia, unos desalmados derribaron de un altar en la Catedral a una Purísima, obra de Esteve, del siglo XVIII, y la destrozaron; en Ávila suprimieron el nombre de Santa Teresa a una plaza, y en Moguer (Huelva) quitaron a una calle el nombre de Cristóbal Colón y a otra el del poeta Juan Ramón Jiménez. (No es creíble —escribía El Sol— que un pueblo desee raer de su memoria aquellos nombres que se alzan hasta la claridad de la gran cultura.» Mas así era. El Crucifijo era retirado no sólo de las escuelas, sino también de los hospitales, y más de una mujer sufrió multa y ultrajes por llevarlo sobre su pecho, y no pocos hombres por ostentarlo en su solapa. En estas fobias se llegaban a extremos bufos, pues, cómico en grado sumo fue el acuerdo de la Juventud Socialista de Jaén «de no pedir relaciones a ninguna señorita de las que alardean de religiosidad llevando prendido en el pecho un Santo Cristo». La enseñanza del Catecismo en las parroquias era perturbada en más de un pueblo para acusar a las catequistas de manejos contra la República. Centenares de predicadores sufrieron multas a cuenta de haber hecho en sus sermones alusiones de carácter monárquico, conceptuándose como tales las invocaciones a la realeza de Cristo.

Al aproximarse la Semana Santa, como los hermanos mayores de las Cofradías sevillanas hicieran saber su propósito de suspender las tradi­cionales procesiones, impropias en un momento de furor y predominio antirreligioso, y sin garantías para celebrarlas en el ambiente de orden que tales manifestaciones requieren, el gobernador de Sevilla reunió a los dirigentes de aquéllas ofreciéndoles las máximas protecciones, tanto económicas como de seguridad y el aliciente de la presencia en Sevilla del presidente de la República y de algunos ministros. Reunidas las Cofradías en Cabildo persistieron en su negativa, fundándose en que las procesiones no eran un festejo, ni razón para rectificar su criterio el provecho material que se dedujese para la ciudad por afluencia de turistas. Las procesiones, expresión de fe y devoción popular, no se compaginaban con el atropello a las conciencias, el sectarismo imperante y la persecución oficial y sañuda a todo lo religioso.

Acertaron las Cofradías en su decisión, y una de ellas, la de la Estrella, que resolvió salir el Jueves Santo (24 de marzo) de la iglesia de San Jacinto, fue perturbada por grupos de bárbaros que apedrearon al Cristo de las Aguas y arrojaron contra la Virgen de la Estrella dos petardos.

Fue la de 1932 una Semana Santa sin procesiones, pero de fervor ini­gualado dentro del recinto de los templos. Tal vez porque en la adversidad se acendra e intensifica el sentimiento religioso. El Jueves Santo, el comercio no abrió sus puertas, ni hubo espectáculos en ninguna población de España. Pocos días después (8 de abril) en el barrio de la Macarena, de Sevilla, la histórica iglesia de San Julián era pasto de un incendio intencio­nado que se inició en varios puntos a la vez.

* * *

Hasta el día 24 de marzo duró la suspensión impuesta a El Debate, Resultaron totalmente ineficaces las gestiones de particulares y de entidades periodísticas para levantar la sanción. «Jamás ha sufrido la Prensa de España, escribía A B C, una situación tan abominable como la que sufre hoy... La Ley de Defensa elimina los temas enteros, cohíbe a toda nuestra libertad, y si no le sacrificamos toda nuestra lícita opinión o no acertamos en la medida del sacrificio nos trae la suspensión temporal o ilimitada, se nos lleva todo el periódico, todas las funciones del periódico, en la vida social, cultural e industrial y destruye intereses cuya pérdida es en algún caso pena enorme que ningún Tribunal impondría por ningún delito de pluma. Pero con ser tan descomedido e implacable el trato que la Prensa independiente recibe del Poder, todavía resulta benévolo y casi paternal, si se compara con el que le dan los periódicos de la República... Se propasan a las más violentas ofensivas, sin prohibirse ninguna demostración de odio y encarnizamiento, ni los oficios de policía, como si el Gobierno necesitase estímulos para perseguirlos.» En diez meses de República, los estragos producidos en la Prensa eran de muchísima más extensión e intensidad que en los siete años de Dictadura. El día 19 de febrero varios diputados —Royo Villanova y Unamuno, entre otros— pedían a las Cortes, en una proposición incidental, la estricta aplicación de la ley de Policía de Imprenta del 28 de julio de 1883, por considerarla suficiente contra las demasías de la Prensa. Royo Villanova pedía que acabara cuanto antes el anormal trato dado por el Gobierno a determinados periódicos. Gil Robles intervino para decir que el régimen de arbitrariedad implantado en España para la Prensa era igual al que Mussolini aplicó en Italia para suprimir los periódicos no afectos.

Azaña aprovechó la ocasión para sentar jurisprudencia sobre la materia: «El régimen a que está sometida la Prensa, actualmente, es de absoluta libertad; el régimen parlamentario es de absoluta libertad, pero de responsabilidad. Señor Royo Villanova, ¿de dónde ha sacado S. S. que el régimen parlamentario, ni ninguna Ley de Imprenta que se inventase iban a establecer una libertad absoluta y sin responsabilidad para los que escriben? La responsabilidad quiere decir que el escritor o el periodista que incurra en alguno de los actos que la Ley de Defensa de la República prescribe como punibles, sufra las consecuencias. Ésta es la responsabilidad. ¿Que la sanción impuesta por la Ley de Defensa de la República, administrada por el Gobierno, causa daño? Claro que causa daño. La privación de libertad, las multas o las suspensiones de periódicos molestan y perjudican, claro está, si no molestasen y no perjudicasen no se impon­drían a nadie, porque se trata con el daño, con el perjuicio, con la privación de un derecho o de un interés de llamar la atención del culpable, por lo menos invitándole a la enmienda mediante el escarmiento. Todo el mundo puede decir lo que quiera, siempre que no ataque a la República en los actos definidos por la Ley. La sanción impuesta a El Debate fue por la publicación de un artículo injurioso para las Cortes».

Mas como se prolongara la suspensión de El Debate, se volvió a plantear en las Cortes (9 de marzo) el tema de la libertad de Prensa por, una proposición incidental suscrita por Gil Robles, Lerroux, Melquiades Álvarez, Maura y Unamuno, entre otros. Se pedía que no continuaran sus­pendidos los periódicos que no hubiesen sido condenados por resolución judicial. Entendía Gil Robles, defensor de la proposición, que el Gobierno invocaba razones de Estado para perseguir a los periódicos desafectos. «Tras la mayoría —decía— se oculta un régimen dictatorial. Hoy en España no se vive un régimen constitucional, sino bajo una ley de excepción, cuyos resultados no se pueden prever.»

En favor de la proposición se pronunciaron Balbontín, Royo Villanova y Franchy. En cambio, el grupo Al servicio de la República, de José Ortega y Gasset, se manifestó contrario, «porque, según dijo el diputado Santa Cruz, no podían votar en favor de quienes en otro tiempo negaron todo derecho a los demás». El azañista y coplero festivo Luis de Tapia, encarnizado satírico de lo divino y de lo humano, hizo esta confesión: «¿Qué habría hecho yo en mi vida, qué habría escrito yo en mi vida, modesto, pero agresivo escritor satírico, si se hubiera castigado de esta manera cruel y arbitraria todas las procacidades y atrevimientos de la Prensa? No hubiera escrito.»

El Gobierno, explicó Azaña, se da perfecta cuenta de que al aplicar la Ley de Defensa a determinados periódicos «ejerce un poder extraordinario, incorporado a la Constitución provisionalmente, y que lo ejercita dentro de los límites que la ley misma ha señalado». «El señor Gil Robles ha dicho que el presidente del Consejo es un tirano. Lo que pasa es que a fuerza de no tener parlamento en España durante tantos años, a fuerza de no haber Prensa política libre durante tantos años, de no haber vida pública desde 1923, se ha perdido o no se ha adquirido aún bastante el sentido de percibir los matices en el Gobierno y en el arte de gobernar.» «Una cosa es ser liberal y otra ser libre... Lo que tiene que hacer el Gobierno es evitar e impedir que alguien atente no contra el liberalismo de los demás, sino contra la libertad... No hay libertad contra la libertad, esa es la esencia de nuestra política... Garantizamos la libertad, aseguramos a los españoles que pueden seguir siendo libres: no nos importa saber si nos juzgan o no liberales.»

Caldeada la Cámara, Azaña, dejándose llevar del impulso oratorio, vio una oportunidad para dar un sesgo a la discusión, planteándola en otro terreno y enfrentarse con los radicales, que en la propaganda arreciaban en sus ataques contra el Gobierno.

«Aquí hay —afirmó— una mayoría; de las apretadas filas de esa mayoría ha surgido este Gobierno, que se deja presidir por mí, y yo lo presido en tanto interprete la voluntad de la mayoría y si no la interpretase no lo presidiría. De suerte, que todos los ataques que contra el Gobierno vengan de ese grupo parlamentario (el de los agrarios y vasco-navarros), que no es republicano, que no lo puede ser, que no lo será nunca aunque lo queráis, nos confirma en nuestra posición: consigue apretar las filas de la mayoría y me hace repetir las palabras del poeta: «Ladran, señal de que cabalgamos». «Tengo la impresión de que aquí no se ha practicado hasta ahora el régimen parlamentario con la pureza con que la República lo está aplicando y practicando... Se ha acabado en el Parlamento la influencia perniciosa de grupo a grupo. Se gobierna con la mayoría que haya y de esa mayoría saldrá el Gobierno que sea posible. El centro de gravedad de la política de la República española está en el Parlamento, aquí, en este salón; nunca, jamás, fuera de aquí, ni ningún estilo de gobernar, ni ninguna combinación de Gobierno posible.» El «Diario de Sesiones» consigna: «Grandes y prolongados aplausos, excepto en las minorías radical y vasco- navarra. El señor ministro de Obras Públicas: «Aquí es donde se pelea». Continúan los aplausos provocando grandes protestas e imprecaciones de la minoría radical. El tumulto se prolonga durante algunos minutos, siendo inútiles todos los esfuerzos de la Presidencia tratando de volver al orden de la discusión. Se suceden las interrupciones violentas por parte de varios señores diputados de la minoría radical. El señor Martínez Barrio pide la palabra. Todo lo cual motiva que, a excepción de las minorías radical y vasco-navarra y algunos diputados que ocupan escaños en el centro de la Cámara, los demás tributen una nueva y entusiasta ovación al presidente del Consejo de ministros, que permanece en pie, sin poder continuar su discurso hasta que la presidencia logra restablecer el orden.»

Poco más dijo el jefe del Gobierno, y fue para insistir en que estaban desahuciados quienes pretendían plantear el problema político fuera del Parlamento. La estocada iba derecha contra los radicales, y éstos se sintieron tocados. Martínez Barrio dio la réplica con estas palabras: «El señor presidente del Consejo ha pronunciado unas frases atrevidas que, conociendo como conozco el dominio que tiene sobre su palabra, no puedo calificar de impremeditadas y que os ha permitido en un momento pasional, del cual tendréis que arrepentiros, levantaros a subrayar, no la defensa racional, que nosotros suscribimos, de donde puede nacer un Gobierno que represente a la República, sino una alusión pérfida a que fuera de la Cámara se pueda buscar y conseguir la adhesión del país, para que el mismo pensamiento de la Cámara sea modificado. Pues esta teoría no es una teoría democrática ni en otro momento cualquiera hubiera sido aplaudida. La gana aquí el Gobierno con los votos de los diputados; pero se gana en la plaza pública con los votos de la opinión. Eso lo sabe el señor Azaña y lo ha hecho Su Señoría y lo hemos hecho juntos buscando la opinión del país. ¿Qué tiene de extraño que ahora, simultaneando las labores parlamentarias con las labores políticas de propaganda y de difusión, salgamos a la calle a conquistar esa opinión pública para que el Parlamento pueda ser expresión verdadera del país? ¿Qué significan esos aplausos, y no sólo los aplausos, sino el gesto con que voceabais vuestros aplausos sobre la minoría radical?»

Contestó Azaña en tono moderada y mostrándose tolerante. Si los radicales querían reñir, él nunca sería la causa y se guardaría bien de dar motivos para el enfado. Lo que de verdad había irritado a Martínez Barro fueron las palabras de Prieto, coreadas y aplaudidas por los socialistas y por todos los enemigos de los radicales. «Aquí es donde se pelea». En la Cámara respaldados por una mayoría.

 

 

CAPÍTULO XII.

LOS PRIMEROS PRESUPUESTOS DE LA REPÚBLICA